Sarah Catalina: Las manzanas no caen lejos del árbol


El vestido blanco, fabricado con las más delicadas sedas y encajes, era digno de una princesa. Tan digno, que la modesta capilla de campo parecía aún más pequeña.
La piel cobriza de Sarah Catalina era realzada por la claridad de la ropa.
Mientras caminaba al altar, rozó la falda con la mano. Todo volvió a su mente.
Las maestras intentaban ordenar a una veintena de niños bulliciosos, que entre la excitación y el juego, no escuchaban más que sus voces.
Sarah Catalina, vestida de blanco, permanecía inmóvil en un rincón. Como siempre.
Finalmente, el orden llego a la Basílica de Nuestra Señora del Valle y los niños, junto a Sarah Catalina, tomaron la comunión.
A los cuatro años, su madre había resuelto dársela a una señora de la ciudad. La mujer soltera y sin hijos quería alguien a quien poder entregar todo el cariño que había guardado, hacía una vida, por temor a que se le pudriese en el corazón -Como si el amor fuese un alimento que pudiese perecer en una alacena-.
Sarah abrió la puerta de su nueva habitación y quedó paralizada. Era un sueño, pensó. De repente, el pánico se apoderó de ella, por miedo a despertar; a perderlo todo. Había tantas cosas, que, incluso, no sabía exactamente que eran. Así, Sarah las denominó y se convirtió en la creadora de su universo.
Lo que previamente había conocido como pared no se parecía en nada a los muros que delimitaban su mundo. Lisos, rectos, perfectos…Había un abismo con la paredes improlijas, llenas de pupos e imperfecciones de su casa de adobe, en los valles.
Ahora, también, era dueña de la cama, una verdadera cama. Ya no tenía que compartirla con otros hermanos.
La Señora colmó de regalos a la niña. Sarah creyó que era feliz. Pero pronto se dio cuenta que en el mundo que había creado sólo cabían ella y su tutora.
La falta de sociabilización y la indulgencia de su nueva madre lastimaron el carácter de la criatura, que se convirtió en un ser caprichoso y desobediente.
Una tarde Sarah ordenó a la sirvienta una taza de cocoa caliente. La criada calentó la leche y derritió una barra de chocolat. Cuando llegó al comedor la pequeña hizo un sorbo, pero argumentó que la bebida no tenía gusto a chocolate. La Señora probó la mezcla y trató de explicarle que la empleada sólo había cumplido con sus órdenes. Sarah hizo un berrinche tremendamente ensordecedor. No hubo poder humano que la hiciese entra en razón. La mujer intentó calmarla, pero fue peor el remedio que la enfermedad. En un arranque de furia la niña tiró la taza. El líquido marrón manchó el parqué, el sillón de color claro, el tapizado de la silla y el vestido de Sarah.
La Señora quedó estupefacta. Sólo atinó a decir: “Bueno, ahora tendré que darte otro baño”.
Un brillo fulguroso se apoderó de los ojos de la criada. Tendría que limpiar todo de nuevo.
Mientras la mujer se llevaba a Sarah, la sirvienta se arrodilló, para comenzar su tarea. Una hora más tarde, la ira no había menguado, ni un ápice, en la mucama. En la cocina, pulía la plata mientras charlaba con el chofer. “Esa negrita que la señora trajo a la casa es una salvaje. Negra de m… en su vida debe haber probado un chocolate y ahora tiene el tupé de tirarlo” se la escuchó decir, sin advertir la presencia de Sarah Catalina, trás la puerta que separaba la cocina del comedor. Ese fue el primer rechazo del que fue conciente.
La Señora veía que el carácter de Sarah se estaba corrompiendo, ya que pasaba los días encerrada en la casa. Sin embragó, quiso creer que cuando entrase a la escuela todo se solucionaría, ya que la pequeña tendría interacción con niños de sus edad.
Llegado el momento, Sarah se resistió. No entendía porque la alejaban de su mundo privadao¿Qué había hecho mal? Quería saber.
El primer día de escuela se dio cuenta que era diferente, pese a que se hizo la distraída, pronto se lo hicieron notar. Sarah era lo que se conocía, popularmente, como una autóctona. Los rasgos indígenas de su cara, marcados a fuego -herencia de generaciones y generaciones de Diaguitas Calchaquíes, que pese al mestizaje seguían inalterables- no podían ser suavizados por las ropas caras y los colegios privados a los que asistiera.
Sarah se convirtió así en “Esa”, “La adoptada”, “La negrita”, “La india”. Solía pasarse horas llorando en el banco del aula, mientras los niños se divertían con su juego predilecto: “Haciéndola de menos”.
Los varones eran los peores, los más crueles. Las chicas directamente la ignoraban. Y las maestras no hacían nada, para detener el maltrato. Sólo añadían combustible al fuego con frases como: “Me tenés cansada con tu llanto”.
Cada vez que la Señora iba a hablar con alguna de las autoridades acerca del acoso que sufría su hija, todo empeoraba. Sarah no podía entender que era lo que hacía para generar todo ese odio. Así, se calló e hizo como si nada pasara. Quizás si pretendía que nada sucedía pronto se olvidarían de que ella existía y la dejarían en paz, pensó y pasó los siguientes 11 años, hasta que terminó el colegió.
El verano, posterior a su recibida, Sarah sintió la necesidad de visitar a su familia, en los Valles. Todavía sentía la necesidad de sentir que pertenecía a algún lugar y creía que en sus raíces lo encontraría.
Con el permiso de la Señora, partió un ómnibus vetusto y destartalado en un viaje de tres horas hasta su antigua casa.
Cuando llegó, el choque fue mayor. Era una extraña en su propia familia. La madre, a la que las inclemencias del paso del tiempo la habían dejado irreconocible, salió a recibirla con gran alegría. El padre casi ni se inmutó. Mientras que, sus hermanos la miraban con ojos desconfiados.
Le habían preparado una cama especial, puesto que sabía que no compartía el lecho allá en la ciudad, para eso sus hermanos habían tenido que dormir más apretados aún, en un colchón en la cocina. Sarah se dio cuenta que era, entonces, un peso para su familia.
Los días siguientes trató de adaptarse a las tareas del hogar. Sus hermanas se le reían porque no sabía hacer nada. Adriana, la mayor, que le llevaba dos años, se encargaba de fastidiarla. “¿Cómo allá en la ciudad no saben hacer tal cosa o tal otra?”, comentaba.
Una noche las hermanas más pequeñas le pidieron a que les contase sobre su vida. Querían saber si había ido a algún baile o al cine. Sarah comenzó su relato, pero pronto la interrumpió Adriana. “¿Para qué volviste? ¿Para hacer alarde de todo lo que nosotros no tenemos? Ya no sos una más de nosotros”. De repente, Sarah sintió que un calor le inundaba el cuerpo y las lágrimas le empapaban los ojos. Ese tampoco era su lugar.
El viernes después de un día de trabajo agotador la gente se reunía en un tinglado que pertenecía a la Iglesia del pueblo, para distraerse.
Sarah acompañó a su familia. La madre se encargó de presentársela a todo el pueblo. Se sentía como la hija pródiga. Pronto comenzó el baile. Se armaron las parejas y Sarah volvió a quedar sola en un rincón.
De repente él se acercó. “¿Quiere Bailar?”, preguntó y Sarah aceptó. Nunca imaginó que esa decisión le cambiaría la vida. Él se convirtió en el lugar a dónde ella debía volver.
Los días pasaron e hicieron el amor en la hierba. Él era el único que la miraba con ojos limpios, que no la juzgaban, y ella era lo más extraordinario que él había conocido.
Cuando le anunció a La Señora que se casaría la mujer puso el grito en el cielo. Estaba descorazonada. Eso no era lo que había planeado para Sarah Catalina. Ese muchacho no era el médico o abogado con quien debía formar pareja. La Señora sentía que la muchacha había mordido la mano que le había dado de comer.
Sarah recordó entonces las palabras de su abuela al despedirla, cuando era sólo una niña: “Las manzanas no caen lejos del árbol”. Ahora, lo entendía.
Afortunadamente, la mujer lo entendió también. El vestido de novia fue su regalo de bodas.

Laura Escribah

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2 Comments:

At 6:22 p. m., Blogger Charls said...

me gustò!

grs por compartirlo!

saludos,

Charls.

 
At 9:40 p. m., Blogger Luciana Poliche said...

Graciasssss Charlsssssssss le voy a contar a Lauri que te gustó

 

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